Ilusión a la vista
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Erika
26 oct 2011
¿Francés?
"Lo he perdido todo" no paraba de repetirse en sus pensamientos mientras con una ligera sensatez sujetaba el vaso que contenía las últimas gotas de Whiskey de la noche. Dio el trago final, le supo amargo, le recorrió la garganta con fuerza, como fuego. Fue entonces cuando el corazón se le encogió, cuando casi dejó de latir. Fue entonces cuando se dio realmente cuenta, de cómo había destrozado su vida. Agachó la cabeza y se perdió entre el ambiente en aquel bar de mala muerte. Elevó la mirada, tan sólo la mirada, dirigiéndola hacia la camarera, buscando mientras en su interior los resquicios de ese hombre seductor que cinco años antes la habría vuelto loca, ahora únicamente le producía lástima. Ella también le miró penetrando en sus ojos claros, entrando en ellos, haciéndole vulnerable. Eran de color miel, hacían que dentro de todo ese pesar aún quedara algo especial.
-Tú podrías salvarme la vida, muchacha. -Le afirmó con firmeza, usando como bastón la seguridad que algún día poseyó en sus años de juventud.
Ella tenía tan sólo diecinueve, aunque ya estaba acostumbrada a ser el consuelo de los hombres que se sienten solos. Le tendió la mano y le acarició la mejilla, recorriendo después con sus dedos su pelo alborotado. Respiró el olor a perfume barato mezclado cuidadosamente con el aroma a alcohol que se desprendía de su aliento. Recordaba la primera vez que aquel hombre entró por allí. Ella sabía que lo perdería todo, siempre supo calar bien a los hombres como él. Recordó como se miraron, como le miró ella, con la timidez de una quinceañera que estaba perdiendo poco a poco su inocencia. Se le aceleraba el pulso siempre que él la miraba. Nunca entendió muy bien por qué, puede que fuera porque sentía que alguien como él, con esa seguridad en sus pisadas y con la cabeza tan alta, jamás podría fijarse en una niña como ella.
-Nunca me dijiste tu nombre. -Le dijo suavemente, rompiendo su ensimismamiento.
Sólo sonrió y le retiró el vaso. Él le agarró rápidamente la mano para evitar que la última sensación a la que intentaba aferrarse se esfumara por completo, y a ella se le volvió a acelerar el pulso como cuando tenía quince años. Le miró de nuevo a los ojos y observó el deterioro que el tiempo había producido en ellos.
-Camille, así me llamo. -Contestó ruborizada.
-¿Francés? -Se le iluminó el rostro sin saber muy bien la razón.
Ella se giró cogiendo un vaso limpio y abrió la botella de Whiskey. Le echó un par de hielos y le llenó el vaso vacío, llenando seguidamente el suyo con dos dedos de alcohol.
-Yo tampoco supe nunca su nombre de pila, doctor.
-Doctor… -Susurró él con tono sarcástico a la vez que decepcionado.- Ya no soy doctor, Camille.
Le miraba con atención esperando una respuesta o una explicación, tal vez, al comentario que acababa de hacer.
-Mario -esa fue su única contestación.
-Es un nombre bonito -le devolvió el vaso- ¿brindamos? -Sugirió.
Ambos elevaron sus vasos.
-Porque de verdad pueda salvarte la vida -anunció la joven.
Mario se quedó como un niño, desarmado, intentando recordar lo que le gustó de ella las primeras veces que entró por allí.
❝Era invierno, de eso estaba seguro, porque ya podía apreciarse el olor a chocolate que se escapaba por las ventanas de las casas más tradicionales. Se acercaba Navidad, y los más impacientes ya tenían colocados sus abetos con adornos. Algunos estaban en los jardines, y otros se podían observar a través de los cristales, sea como fuere, la alegría y esperanza de los niños por la llegada de las vacaciones acompañada, a lo mejor, por algo de nieve, se calaba en los huesos, contagiando sin querer, incluso a aquellos reacios a la Navidad.
Le gustaba caminar solo por las calles en sus días libres, pero más le gustaba llegar a casa por la noche, después de trabajar, y ver la mirada de Carla, esperándole con dos niñas de siete años exactamente iguales, con una sonrisa radiante en el rostro de cada una. Pero aquel día fue diferente.
-¡Mario! -Era una voz conocida, ¿del instituto tal vez?; Mario se giró- ¡Doctor Mario Rodríguez López! Hará años que no veía tu cara por aquí.
Era un hombre, y los rostros de ambos se iluminaron por la ilusión de volverse a encontrar. Tenía el pelo corto, moreno, y los ojos verdes. Barba de unos tres días y una sonrisa de triunfador, aunque no lo era. Se abrazaron, de una forma fraternal, sincera, con ganas.
-La nostalgia amigo, me trae a mis raíces -comentó finalmente Mario con alegría en el tono.
-Deberíamos tomarnos algo y ponernos al día -propuso el otro joven amablemente.
Mario tan sólo sonrió aceptando la sugerencia y ambos se fueron a un bar cercano a la zona en la que estaban.
Ese fue el primer día que vio su mirada. Era fría, distante, mezclada de inocencia y desengaño. Pero había algo especial en ella, escondía mucho más de lo que podías observar. Los dos amigos se sentaron en la barra, él no podía dejar de mirarla, y consiguió que por primera vez en mucho tiempo, la muchacha se ruborizara. La timidez se apoderó de su mirada y el calor de sus mejillas, dotándolas con suavidad de una rojez peculiar. Tenía quince años, y ya parecía toda una mujer, con su pelo castaño, largo, casi hasta el ombligo, y sus pecas por la nariz y los hombros, y destacando de ella sus ojos, grandes y ligeramente rasgados, fundiendo en su iris un color verde oscuro con un marrón avellana.
Se sostuvieron la mirada durante unos segundos, hasta que ella la apartó dirigiéndola al suelo, al fin y al cabo era sólo una niña, y sin quererlo, a Mario se le escapó una sonrisa, una de las más sinceras de su vida.
-Siempre pensé que serías de los últimos en casarse, y aquí estás, con una mujer preciosa, dos pequeñas adorables y una carrera de éxito, eres el candidato favorito a la vida perfecta -comentó su amigo tras ver una foto que Mario guardaba en su cartera, sin saber que no siempre es oro todo lo que reluce.
Él no comentó nada al respecto. Los minutos transcurrieron tan rápido como fluye el agua en una corriente, sin poder olvidar mientras, esos ojos que se habían clavado con fuerza en su mirada, esos ojos escondidos tras una falsa inocencia.
Volvió tarde, y esa fue la primera noche que llegó borracho a casa, desprendiendo olor a Whiskey por todos los poros de su cuerpo, esa fue la primera noche de muchas que seguirían después. La primera noche que no encontró la mirada de Carla repleta de ilusión por su llegada, la primera noche que no estaba despierta, la primera noche que las gemelas ya se habían ido a acostar sin un beso suyo antes de dormir, la noche en la que comenzó el principio de un final que hacía tiempo que se había predicho.
No dejaba de pensar en esa chica, esa niña que le había calado en el alma, hasta la más absoluta desesperación, y en el Whiskey, que resbalaba por su garganta quemando suavemente el esófago, haciéndole olvidar todas sus penas.
Volvería una y otra vez, tan sólo por verla a ella, sin atreverse siquiera a preguntar su nombre. Regresaría a casa ebrio noche tras noche sin ganas de nada más que de encontrarse de nuevo con esos ojos. Y poco a poco, año tras año, lo perdería todo. ¿Por qué? Supongo que Carla se cansó de esperarle hasta tarde con la sonrisa puesta, supongo que se cansó del olor a alcohol y a tabaco impregnado en su piel. Así que simplemente, una noche cualquiera, ya no estaba en casa cuando él entró por la puerta, ni ella, ni las dos pequeñas niñas rubias, que ya tenían diez años. Se cansó de no ser más la única mujer de su vida.
La barra de aquel bar sería lo único que le quedara cuatro años después, eso y aquella mirada intensa de niña de la que se había enamorado; aquella sonrisa cohibida; el whiskey barato; la sensación de fuego recorriendo su piel al observar sus labios; Camille. Pero sería ese día, cuando descubriera su nombre, cuando se volcara en ella, el día en el que se diera cuenta de que había fracasado por completo, y aunque ella fuese suya desde la primera vez que sus miradas se cruzaron, sabía que ya no podría volver a verla, que ya no podría volver a ese bar, que ya no podría seguir destrozándose, porque sería ese día, con ese brindis, cuando de verdad ella le salvara la vida.